sábado, 24 de marzo de 2012

Historias...

El año pasado tuve la suerte de realizarle una entrevista a Ana María Careaga, hija de Esther Ballestrino de Careaga, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo.
En la charla que mantuvimos, en el bar del 9no piso de los Tribunales de Comodoro Py, me contó un poco sobre su vida y sobre la de su madre.
He aquí el resultado...


Ana María Careaga camina por los Tribunales de Comodoro Py como si caminase por su casa. Apurada, va esquivando gente y diciendo agarremos por allá que siempre están vacíos los ascensores. Mientras vamos subiendo, le comentó mi impresión sobre el edificio y ella, cómplice, me cuenta que le parece muy de milico. Se ríe. Tiene una sonrisa contagiosa. Llegamos al bar del 9° piso y saluda con familiaridad al mozo. Pide un cortado y le dice que no le traiga esos cucuruchos feos porque nunca los come.

Ana María, como pide que la llame, es sobreviviente de la dictadura. Fue secuestrada cuando tenía 16 años y poco tiempo después también fue secuestrada su madre Esther Ballestrino de Careaga, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo. Es actualmente la directora del Institutito Espacio Memoria (IEM), que trabaja con todo lo relacionado al terrorismo de Estado, con sus antecedentes y consecuencias. También es psicóloga, algo que la ayudó mucho para entender ciertas cosas, relata.

Habla primero de su casa de la niñez como un ámbito de militancia política. Define a sus dos padres como refugiados políticos pero se detiene a detallar a su madre todas las veces que puede. La considera una militante latinoamericana, ya que era uruguaya pero desde muy pequeña vivió en Paraguay. Perseguida por la dictadura militar de aquel país, vino a refugiarse a Argentina y conoció a Raymundo Careaga. Describe a la familia que formaron ambos como muy abierta, con muchas inquietudes sociales y de mucha solidaridad con la gente. “Mamá nos trasmitió a mi y a mis hermanas valores muy marcados con respecto a los derechos humanos y eso me marcó, me atravesó”.

Al primero que secuestraron fue a su cuñado, Manuel Carlos Cuevas, de 18 años y que continúa desaparecido hasta hoy. A ella la secuestraron varios días después el 13 de junio de 1977, en Juan B. Justo y Corrientes. La subieron a un vehículo y automáticamente le vendaron los ojos. Estaba embarazada de poco menos de 3 meses.

Con las reconstrucciones posteriores supo que la habían llevado al centro clandestino “El Atlético”, ubicado en Paseo Colón y San Juan. Allí pasó 4 meses, en los cuales festejó su cumpleaños y donde, al principio, no quería decir que estaba embarazada por miedo a que especulen con eso. “Varias veces uno de los guardias me atormentaba diciendo no me torturaban tanto por mi estado pero que la próxima vez que me secuestraran no iba a estarlo” cuenta, con la precisión de quién ya ha declarado esta historia 9 veces ante los tribunales, en juicios orales y públicos.

Hay algo que recuerda con particular nitidez y que dice que siempre cuenta cuando alguien la entrevista, porque refleja después toda la lucha que llevó y lleva adelante: “Estábamos los prisioneros en una especie de trencito en un hall, donde nos hacían esperar para ir al baño. Estábamos todos engrillados y la gran mayoría con los ojos vendados. Ahí fue que me di cuenta que, si salía de ahí, tenía que contar todo lo que viví. Por mas que fuera horrible. En ese momento si, y también la primera vez que sentí como se movía mi hija dentro de mi panza.”

Cuando salió, su perra la estaba esperando. Era octubre de 1977. Con su madre y sus hermanas se refugió primero en Brasil y después en Suecia. Pero mamá Esther no podía quedarse con ella. Durante su cautiverio, se había acercado a grupos de familiares de desaparecidos y sin quererlo, sin pretenderlo, se convirtió en una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo. Cuando ella volvió de ese agujero negro que era la clandestinidad (como lo describe) Esther no podía desprenderse de su labor con las otras madres. Así que volvió a Argentina. Ana María admira su madre porque siempre le dijo que tenía que volver para poder encontrarlos a todos, no solo a su hija, que por suerte estaba viva. “Dí a luz el 11 de diciembre de 1977. Cuando llamamos para avisar, nos enteramos que a mamá la habían secuestrado el 8 de diciembre”, relata con angustia, como si estuviera pasando ahora.

Con 24 años, declaró en el Juicio a las Juntas. Me explica que siempre fue muy exigente consigo misma y más desde que tiene que declarar, desde que carga con la responsabilidad de recordar a los otros, a sus compañeros. Me repite varias veces que en los juicios vos no podes leer, no podes llevar ayuda-memoria ni nada que se le parezca. En su primer testimonio, ella trató de recordar todos los nombres que pudo y de dar todos los detalles que pudo, a pesar del miedo y del terror. Cuando terminó y salió de la sala de audiencias, se le acercó una mamá y le dijo: “te olvidaste de nombrar a mi hijo”. Siempre que lo recuerda le vuelve toda la angustia que sintió en aquel momento y que todavía no se olvida. “Desde ese instante, trato y me esfuerzo por no olvidarme de nada. Preparó cada testimonio, los pienso mucho, aunque ya lo haya dicho varias veces”.

Se indigna al recordar el momento de sanción de las leyes de impunidad, ya que fue devolverle el horror al cuerpo. Fue darse cuenta de que la justicia era una corporación y que muchos de los jueces que estaban involucrados con las causas, eran los mismos que rechazaban los habeas corpus de los familiares. De todas maneras, la justicia del 84, de antes de la “Obediencia Debida” y el “Punto Final” también le daba bronca. Me relata de aquella vez en que, en el juzgado de instrucción, le mencionó a un juez la palabra represores y que la respuesta de él fue que ese comentario era tendencioso. Me explica que finalmente le aceptaron ese término porque el chico que transcribía a máquina dijo que no lo era, sino que era una acepción correcta. “Lo que pasó fue que obviamente, nuestro discurso estaba marginalizado, todavía se creía en esa teoría de los dos demonios.”

Durante los noventa, esa etapa que describe como un profundo proceso que dejo terribles efectos en la sociedad argentina desde el punto de vista económico, social, cultural y de vulneración de los derechos humanos, los juicios estuvieron, obviamente, parados. Fue allí que se comenzaron a buscar caminos alternativos para frenar tanta impunidad. Fue así que comenzaron los juicios en diferentes países europeos y que permitían, de alguna manera que los represores no se fueran de aquí, ya que podían ser apresados estando en el exterior. Fue así como Argentina se convirtió en una gran cárcel detalla y casi le da risa esa expresión.

2003. Anulación de las leyes de impunidad. Posterior ratificación de la Corte. Reapertura de los juicios. Esos son para ellos los hitos de esta etapa histórica que viven los derechos humanos. Aunque falte mucho, aunque todavía no se haya investigado todo, resalta con alegría siempre las palabras proceso histórico. Como si alguna vez hubiese pensado que jamás llegaría el día en que, en juicio oral y público, ella pueda contar su historia, como pasó con el juicio ABO el año pasado. Y como pasa ahora, donde ella le pone voz a la historia de su madre, en una de las partes de la causa ESMA. “El símbolo de descolgar los cuadros de Videla del colegio militar es muy fuerte. Eso si es instalar la posibilidad de justicia. Y es algo que no pasó ni en Chile, ni en Paraguay, ni en Uruguay.”

Ana María pide la cuenta. Es tarde y tiene que ir a una de las audiencias de un juicio donde es querellante. Mientras se acomoda el sobretodo, pasa alguien y la saluda. Ella le hace un gesto y rápidamente mira hacia abajo. “Vengo tanto acá y me saluda tanta gente que a veces no se quienes son, me confundo. No se si son victimas, si son familiares o si son represores o familiares de ellos. Generalmente, cuando vengo a tomar un café no miro para arriba. No me gusta encontrarme con miradas que pueden llegar a darme escalofríos”.